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Toda la verdad - 12 (7 páginas)

Toda la verdad 12

¡Qué bueno tener instrucción sobre el mundo y la vida como éstos son en verdad! Vivir con instrucción parcial resulta inevitablemente en deformaciones y desilusiones. Sin la verdad completa, no experimentamos la armonía y la hermosura que Dios quiere para nosotros. (Foto: Missional Volunteer/Flickr)

 

Recordemos la tesis que presentan estos escritos:

La Biblia enseña que Dios es soberano de manera absoluta, en todo, y siempre. Todo lo que sucede, sucede por voluntad (decreto) de Dios. A la vez, la Biblia enseña que el hombre, criatura de Dios, actúa libremente, y que recibirá según sus obras estando bajo el deber de cumplir todo lo que Dios exige. Se hace culpable y sujeto a sanciones cuando desobedece a Dios. Debemos creer y actuar consecuentes con estas dos enseñanzas, con todo lo que la Biblia enseña en todo, porque la Biblia es la Palabra de Dios.

¡Qué bueno tener instrucción sobre el mundo y la vida como éstos son en verdad! Vivir con instrucción parcial resulta inevitablemente en deformaciones y desilusiones. Sin la verdad completa, no experimentamos la armonía y la hermosura que Dios quiere para nosotros. Sabemos que Él es el Creador, y que a nosotros nos hizo tal como somos, para vivir de acuerdo con la realidad del mundo que Él creó para lugar de nuestra habitación y actuación.

Esto debe ser obvio al observar el mundo y sus acontecimientos. Sí, hay muchas cosas bellas y agradables aun para nosotros cuando estamos equivocados. ¡Qué lástima, sin embargo, despreciar la opción de algo mejor! ¡Cuán poco disfrutamos de las maravillas de Dios, esto por razón de la confusión ocasionada por expectativas erróneas y confianzas defraudadas! Asumimos actitudes y proyectos no propios. Chocamos constantemente con barreras insuperables en camino a alcanzar metas espureas, neciamente inventadas por nosotros mismos. Todo esto y más es nuestra experiencia, porque no recibimos humildemente la palabra de Dios, toda la verdad, todo lo que enseña. No la leemos, o la leemos selectivamente, comprometidos de antemano con prejuicios rebeldes. Hacemos de la sabiduría de este mundo nuestro punto de referencia, nuestra presuposición referente a lo que puede ser y no puede ser. ¡Como si nosotros, sólo seres humanos, tuviéramos los datos y el discernimiento para calificar para esta función!

Nos hace falta un corazón nuevo. Pero aun cuando reconocemos esto, y contemplamos cómo adquirirlo, nuestro prejuicio obstruye nuestra comprensión. En lugar de mirar a Dios, intentamos obtenerlo por nuestros propios recursos. Pueda que reconozcamos que un corazón nuevo tiene que venir de Dios, pero, claro, con nuestro permiso, y quizás con nuestra iniciativa. O, reconociendo que tiene que venir de Dios en todo sentido, luego, nos volvemos indiferentes.

Cuando nos volvemos a la Biblia, convencidos que ella nos dará la verdad sobre el tema, sin embargo, podemos equivocarnos. Esto ya lo hemos visto en varios casos, como los que hemos estado mirando en estos escritos. Permítame señalar esta dificultad mirando tres textos en el libro del profeta Ezequiel: el contraste entre Ezequiel 11:14-21 y Ezequiel 36:16-28 por un lado, y Ezequiel 18:30-32 por el otro. Por favor, lea estos apartes antes de seguir. Aun mejor, lea los capítulos 11, 18, y 36 completos para entrar aun más en el contexto del mensaje que Dios proclama por medio del profeta.

El capítulo 11, pese a ser difícil de entender en todos sus detalles, dice claramente que los judíos unos 600 años antes de Jesucristo habían de ser sacados violentamente de en medio de Jerusalén, como castigo por su maldad, Ezequiel 11:9-13. Así tendrían que reconocer que Dios era Jehová, es decir, el único Dios verdadero, el Dios del pacto con su pueblo. Según Ezequiel 11:14, en el momento de recibir esta profecía de juicio, murió un tal Pelatias, hijo de Benanía, uno de los principales protagonistas de la rebeldía, Ezequiel 11:1-3.

Ezequiel 11:13, se desespera en cuanto al porvenir de la ciudad de Dios. El Señor le habla en seguida con palabras de esperanza. Dios se compromete a ser un pequeño santuario, es decir, un refugio para aquellos escogidos de Dios también llevados cautivos, Ezequiel 11:16. Agrega además la promesa de congregar nuevamente a su pueblo verdadero en la tierra de Israel, Ezequiel 11:17, donde el pueblo quitará de ella todas sus ídolos y todas sus abominaciones, Ezequiel 11:18. Dios haría una operación interna en su pueblo, dándoles un corazón nuevo dentro de ellos, quitando el corazón de piedra y dándoles un corazón de carne, Ezequiel 11:19. El resultado de esta operación divina sería la obediencia del pueblo a la ley de Dios y la renovación de la relación de Dios con su pueblo, éste por ser pueblo de Dios, y Dios por ser Dios de ellos, una relación de pacto, Ezequiel 11:20. Los malos de corazón que permanecen en sus idolatrías serían castigados, Ezequiel 11:21. Es de notar que la operación de Dios para bien sobre un pueblo castigado por su rebelión, se debe a la pura gracia de Dios. Dios resuelve restaurar a su pueblo por razón de su pacto, por razón de su voluntad, por medio de una obra suya que depende totalmente de Él. El hecho de escapar “unos pocos”, Ezequiel 12:16, de los judíos ante la victoria de Babilonia sobre ellos sería porque así “haría” Dios, Ezequiel 12:15-16.

Ezequiel 13 declara la condenación de los falsos profetas, los que decían que la derrota de los judíos ante Babilonia no iba a suceder. Prometían paz cuando Dios anunciaba guerra. Por favor, lea todo el capítulo 13, pensando en nuestros tiempos cuando con frecuencia escuchamos a profetas de prosperidad prometiendo bendiciones, pero sin conversión a Dios por medio de Cristo. El capítulo 14 sigue en la misma tónica. Algunos ancianos del pueblo se acercan al profeta supuestamente para recibir palabra de Dios. Pero, Ezequiel 14:3, Dios los rechaza de manera contundente, pues siguen en sus idolatrías. Dios por medio de Ezequiel les exige que se conviertan de ellas, Ezequiel 14:6. Fíjese muy bien en Ezequiel 14:7-11 que Dios mismo se encarga de engañar a los que insisten en apartarse de la conocida y bien clara palabra de Dios, ya recibida en la ley de Dios. Dios persiste en su decisión de castigo, y es Él mismo que les envía los “cuatro juicios”, Ezequiel 14:21. Asombrosamente, Ezequiel 14:21, pese a la ira de Dios contra un pueblo idólatra, Dios mantiene un pequeño remanente de personas que permanecen fieles al pacto de Dios, Ezequiel 14:22-23. Dios no deja que la nación desaparezca de un todo. Mantiene un pueblo para sí.

Los capítulos 15 y 16 de Ezequiel resaltan la indignidad perversa de los judíos. Léalos para asombrarse de hasta qué punto de inútil y derrotado puede llegar a ser el pueblo de Dios. Tiene a Dios por enemigo. Dios nos hace recordar esta triste historia para que aprendamos que no hay méritos o poderes en nosotros para merecer o lograr nuestra redención. Habla esta profecía en los mismos términos que escribe Pablo en Romanos 7:7-25. Lea este pasaje en el Nuevo Testamento, por favor. El hombre, el hombre en sí mismo aun en sus mejores ejemplares y mejores momentos, es corrupto y siempre inclinado a la idolatría. Es este el mensaje de toda la Biblia. Mire con qué detalle desembarazado presenta Dios la infidelidad de su pueblo. Cuente las veces en el capítulo 16 que Dios acusa a su pueblo de fornicación contra Él. Más de dos páginas enteras de Biblia son dedicadas aquí a censurar y reprochar semejante perfidia insolente.

De repente, inesperadamente, el Ezequiel 16:59 nos conmueve. “Pero más ha dicho Jehová: ¿Haré yo contigo como tú hiciste, que menospreciaste el juramento para invalidar el pacto? Antes yo tendré memoria de mi pacto que concerté contigo…, y estableceré contigo un pacto sempiterno”, Ezequiel 16:60. Pura gracia. Una decisión que nace solo con Dios. Lea Ezequiel 16:61-63. ¡Maravillosa gracia! Aquí no hay jactancia humana, sino una boca tapada ante semejante paciencia de Dios.

Hemos demorado un poco al hacer este recuento superficial de los capítulos 11-17 de Ezequiel, buscando ser impactados por el terrible pecado de Israel, y sin embargo, impactados por la gracia soberana de Jehová. Pablo pregunta en su carta a los Romanos: “¿Dónde está, pues, la jactancia? Queda excluida. ¿Por cuál ley? ¿La de las obras? Y Pablo responde a su pregunta: “No, sino por la ley de la fe. Porque concluimos que el hombre es justificado por la fe aparte de las obras de la Ley”. Romanos 3:27-28.

Pero, nos espera otra sorpresa al leer Ezequiel, una sorpresa que en nada, sin embargo, debe mermar nuestro gloriarnos en la gracia de Dios. Gloriándonos en ella como debemos, Ezequiel capítulo 18 mueve nuestra mirada hacia nosotros, no para diluir en lo más mínimo nuestro descanso en la salvación, cuyo autor y consumador es Dios, sino para escuchar que casi en el mismo momento de hablarnos Dios de su gracia, nos habla también de nuestro deber. Nos había prometido en Ezequiel 11:19, “Y les daré un corazón nuevo, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos.” Ahora en Ezequiel 18:31 Dios nos manda: “…Haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo.” ¿Cómo así? ¿No es Dios que da un corazón nuevo? Claro que sí. Pero, Dios también pone sobre cada cual el deber de hacer lo que Él mismo promete. A veces, no, no es fácil entender cuál es la enseñanza bíblica.

El capítulo 18 de Ezequiel (Léalo, por favor) es una palabra de Dios, Ezequiel 18:1, que vino a Ezequiel en respuesta a un refrán, Ezequiel 18:2, que decía que los hijos sufrían por razón de lo que los padres hacían. Pero Dios declara tajantemente, “El alma que peque, esa morirá.” Cada cual es responsable de su propio comportamiento. Leyendo todo el capítulo, es como si Dios enseñara que el hombre se salva mediante el arrepentimiento, mediante un cambio de pensamiento y comportamiento. Por ejemplo, Ezequiel 18:27, “Y apartándose el impío de su impiedad que hizo, y haciendo según el derecho y la justicia, hará vivir su alma.” ¿Qué, es el hombre su propio salvador? No, la Biblia no enseña tal cosa. Solo Cristo salva por razón del pago que hizo por nuestros pecados mediante su sangre derramada. Fue así que canceló en lugar de su pueblo la sanción de la muerte que impone el pecado. Pero, como la fe en Jesucristo sin obras trae la justificación del pecador ante Dios, así siempre el creyente, justificado gratuitamente, se vuelve de su pecado. Siempre es así; no puede haber justificación, es decir, perdón de pecados, sin que a la vez haya cambio en el creyente. Pero, este cambio es el fruto de la fe en Cristo. Uno, unido con Cristo por la fe en Él, anda en vida nueva; sirve a Dios, obedece la ley de Dios ya escrita en su corazón. Es el deber del creyente ocuparse en cambiar. Dios lo involucra en esto. Dice al creyente: “¡Manos a la obra!”

Según lo que acabamos de ver, entendemos de la misma forma esto de hacernos un corazón nuevo. La obra es de Dios, pero Dios incluye al hombre en el proceso. El hombre, nacido de nuevo, con un corazón nuevo, creado por Dios, por esto mismo se dedica a someter su corazón al nuevo régimen. Se acuerda de las palabras de Proverbios 4:20-23. Las palabras del 23: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón.” Mire Deuteronomio 4:9 para más sobre esto mismo. Es deber del creyente ponerse en el proyecto de Dios, es decir, un corazón, un ser que actúa con nuevos principios y poderes. No es permitido despreocuparnos del estado del corazón. Debemos amar a Dios con todo el corazón. Esto implica un esfuerzo duro y constante.

Como para evitar que el lector de la exigencia del capítulo 18 de Ezequiel se ponga a confiar en sí mismo para el cambio, llegamos al capítulo Ezequiel 36:26, para escuchar de nuevo las palabras que ya leímos en el capítulo 11: “Les daré un corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de ustedes; y quitaré de su carne el corazón de piedra, y les daré un corazón de carne.” Lea, por favor, Ezequiel 36:16-28. Dios es el que obra el cambio. En nuestro esfuerzo por obedecer, que tengamos muy presente que Dios actúa, Él hace la obra. ¡A Dios la gloria y las gracias! Mirémoslo a Él para ser salvos. Y, como para remachar, Dios da a Ezequiel la profecía del capítulo 37, la del valle de los huesos secos. Léalo, por favor, para disfrutar de la realidad de la poderosa voluntad de Dios para dar vida a los muertos. Mirémoslo a Él.

 

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