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Llevar la cruz

Llevar la Cruz

Ahora, amados, nuestra empresa y meta principal es seguir a Cristo, pero hay dificultades en el camino. Hay obstáculos en la senda, y es a estos a los que se refiere la primera parte de nuestro texto. Ustedes observan que la palabra “sígame”, aparece al final. (Foto: Jerry Worster/Flickr)

 

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original en inglés en: https://www.chapellibrary.org/book/cbea/crossbearing

 

Llevar la Cruz

Por A. W. Pink

Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” – Mateo 16:24

“ENTONCES JESÚS DIJO a Sus discípulos: Si alguno quiere”—la palabra “quiere” aquí significa “desear” así como en ese otro versículo: “todos los que quieren vivir piadosamente”. Significa “determinar”. “Si alguno quiere o desea venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz (no una cruz, sino su cruz) y sígame”. Después en Lucas 14:27 Cristo declaró: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de Mí, no puede ser Mi discípulo”. De modo que no es opcional. La vida cristiana es mucho más que suscribirse a un sistema de verdad o adoptar un código de conducta, o someterse a ordenanzas religiosas. De manera preeminente la vida cristiana es una Persona—la experiencia de compañerismo con el Señor Jesús. Y en la medida en que vivas tu vida en comunión con Cristo, en esa medida estás viviendo la vida cristiana, y solo en esa medida.

La vida cristiana es una vida que consiste en seguir a Jesús. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”. Ojalá que tú y yo seamos distinguidos por la cercanía de nuestro andar con Cristo, y entonces estaremos realmente en una comunión cercana a Él. Hay un grupo descrito en las Escrituras del cual se dice: “Estos son los que siguen al Cordero por dondequiera que va”. Pero, tristemente, hay otro grupo, y un grupo más grande, que parece seguir al Señor de manera irregular, espasmódica, tibia, ocasional y distante. Hay mucho del mundo y mucho del “yo” en sus vidas, y tan poco de Cristo. Tres veces dichoso será aquel que como Caleb sigue al Señor completamente.

Ahora, amados, nuestra empresa y meta principal es seguir a Cristo, pero hay dificultades en el camino. Hay obstáculos en la senda, y es a estos a los que se refiere la primera parte de nuestro texto. Ustedes observan que la palabra “sígame”, aparece al final. Sí mismo, el yo se atraviesa en el camino, y el mundo con sus diez mil atracciones y distracciones es un obstáculo; y por tanto Cristo dice: “Si alguno quiere venir en pos de Mí—(primero) niéguese a sí mismo, (segundo) tome su cruz, (tercero) y sígame”. Y ahí aprendemos la razón por la cual son tan pocos los cristianos profesantes que están siguiendo a Jesús de cerca, manifiesta y consistentemente.

El primer paso hacia un seguimiento diario de Cristo es el negarse a sí mismo. Hay una diferencia enorme, hermanos y hermanas, entre negarse a sí mismo y la llamada abnegación. La idea popular que se escucha tanto en el mundo como entre cristianos es la de renunciar a cosas que nos gustan. Hay una gran diversidad de opiniones sobre qué debería ser renunciado. Hay algunos que lo limitarían a aquello que es particularmente mundano, como ir al teatro, el baile y el hipódromo. Hay otros que lo limitarían a una época específica en que las diversiones y otras cosas que se realizan el resto del año son estrictamente evitadas por un tiempo. Pero métodos como estos solamente promueven el orgullo espiritual, ya que, ¡seguramente merezco algo de reconocimiento si renuncio a tanto! Ah, amigos míos, lo que Cristo está describiendo en nuestro texto (y quiera el Espíritu de Dios aplicarlo a nuestras almas esta mañana) como el primer paso para seguirlo a Él, es negarme a mí mismo, no simplemente algunas de las cosas que son agradables para mí, no algunas de las cosas que anhelo, sino negarme a mí mismo.

¿Qué significa eso—“Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo”? Significa en primer lugar abandonar la justicia propia, pero significa mucho más que eso. Significa dejar de insistir en mis propios derechos. Significa repudiar al yo en sí. Significa dejar de considerar nuestras propias comodidades, nuestra propia tranquilidad, nuestro propio placer, nuestro propio engrandecimiento, o nuestros propios beneficios. Significar acabar con el yo. Significa, amados, decir con el apóstol: Para mí el vivir es Cristo, no yo, sino Cristo. Para mí el vivir es obedecer a Cristo, servir a Cristo, honrar a Cristo, entregarme para Él. Eso es lo que significa. Y “Si alguno quiere venir en pos de mí”, dice nuestro Maestro, “niéguese a sí mismo”, repúdiese a sí mismo, termine con ello. En otras palabras, es lo que tenemos en Romanos 12:1: “que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo” a Él.

Ahora, el segundo paso para seguir a Cristo es tomar la cruz. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz”. Ah, mis amigos, vivir la vida cristiana es más que un lujo pasivo; es una empresa seria. Es una vida que debe ser disciplinada en el sacrificio. La vida del discipulado comienza con renunciar al yo y continúa con mortificar el yo. En otras palabras, nuestro texto se refiere a la cruz no simplemente como un objeto de fe, sino como un principio de vida, como la insignia del discipulado, como una experiencia del alma. Y ¡escuchen! Así como era cierto que el único camino que tenía Jesús de Nazaret para llegar al trono del Padre era a través de la cruz, así también el único camino que tiene el cristiano para vivir en comunión con Dios y recibir la corona al final es a través de la cruz. Los beneficios legales del sacrificio de Cristo son asegurados por la fe, cuando la culpa del pecado es cancelada; pero la cruz solo se vuelve efectiva sobre el poder del pecado interior a medida que es materializada en nuestras vidas diarias.

Quiero llamar su atención al contexto. Acompáñenme un momento a Mateo 16, verso 21: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día. Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle”. Él estaba atónito y dijo: “Señor, ten compasión de ti”. Eso expresaba la política del mundo. Esa es la suma de la filosofía del mundo—protegerse a sí mismo y buscar lo propio; pero lo que Cristo predicó no era “evitar” sino “sacrificar”. El Señor Jesús vio en la sugerencia de Pedro una tentación de Satanás y se sacudió de ella: “Entonces Jesús dijo a Sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame”. En otras palabras, Cristo dijo lo siguiente: voy a Jerusalén a la cruz; si alguno quisiera ser mi seguidor hay una cruz para él. Y, como dice Lucas 14, “el que no lleva su cruz no puede ser mi discípulo”. No solo Jesús tiene que ir a Jerusalén y ser asesinado, sino que todo aquel que le sigue tiene que tomar su cruz. El “tiene” es tan imperativo en un caso como en el otro. En cuanto a la obra mediadora de la cruz de Cristo esta se mantiene sola, pero experimentalmente es compartida por todos lo que entran a la vida.

Entonces, ¿qué representa “la cruz”? ¿Qué quiso decir Cristo cuando dijo “a menos que un hombre tome su cruz”? Amigos míos, es lamentable que en este momento de la historia sea necesario hacer tal pregunta, y es aún más lamentable que la gran mayoría del pueblo de Dios tenga ideas tan contrarias a las Escrituras de lo que la “cruz” representa. El cristiano promedio parece ver la cruz en este texto como cualquier prueba o problema que pueda caer sobre él. Cualquier cosa que perturbe nuestra paz, que sea desagradable para la carne, que irrite nuestro temperamento, es considerada una cruz. Alguien dice: “Bueno, esta es mi cruz”, y alguien más dice que otra cosa es su cruz. Amigos míos, la palabra nunca es usada de ese modo en el Nuevo Testamento. La palabra “cruz” nunca aparece en plural, ni tampoco se encuentra nunca precedida por el artículo indefinido—“una cruz”. Observen también que en nuestro texto la cruz está conectada a un verbo en voz activa y no pasiva. ¡No es una cruz que se pone sobre nosotros, sino una cruz que tenemos que “tomar”! La cruz representa realidades concretas que encarnan y expresan las características principales de la agonía de Cristo.

Otros piensan que la “cruz” se refiere a deberes desagradables que ellos desempeñan de mala gana, o hábitos carnales que rechazan a regañadientes. Imaginan que están llevando la cruz cuando, acusados por la conciencia, se abstienen de cosas que desean profundamente. Tales individuos inevitablemente convierten su cruz en un arma con la cual atacar a otras personas. Ellos alardean de su abnegación y andan insistiendo en que otros deberían seguirlos. Tales concepciones de la cruz son tan farisaicas como falsas, y tan maliciosas como erróneas.

Ahora, con la ayuda del Señor, permítanme señalar tres cosas que la cruz representa. Primero, la cruz es la expresión del odio del mundo. El mundo odió al Cristo de Dios y su odio fue manifestado finalmente al crucificarlo. En el capítulo 15 de Juan, siete veces, Cristo se refiere al odio del mundo contra Él mismo y contra los Suyos; y en la medida en que estemos siguiendo a Cristo, en la medida en que nuestras vidas estén siendo vividas como la Suya fue vivida, en la medida en que salgamos del mundo y estemos en compañerismo con Él, también el mundo nos odiará.

Leemos en los evangelios que un hombre vino y se presentó a Cristo para ser discípulo, y pidió primero ir y enterrar a su padre—una petición muy natural, una muy encomiable seguramente (?), y la respuesta del Señor es casi sorprendente. Él le dijo a ese hombre: “Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos”. ¿Qué le habría sucedido a ese joven si hubiera obedecido a Cristo? Yo no sé si lo hizo o no, pero si fue así, ¿qué pasaría? ¿Qué pensarían de él sus parientes y vecinos? ¿Serían capaces de apreciar el motivo, la devoción que lo llevó a seguir a Cristo y dejar a un lado lo que el mundo llamaría un deber filial? Ah, mis amigos, si ustedes están siguiendo a Cristo el mundo pensará que están locos, y algunos temperamentos y caracteres encuentran muy difícil el soportar comentarios sobre su cordura. Sí, hay algunos que perciben los reproches de los vivos como una prueba mayor que la pérdida de los muertos.

Otro hombre joven se presentó a Cristo para ser discípulo y le pidió al Señor que le permitiera ir primero a casa y despedirse de sus amigos —una petición muy natural, de seguro— y el Señor le presentó la cruz: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios”. Los de carácter afectuoso encuentran la separación de los vínculos cercanos difícil de soportar; y aún más duras son las sospechas de los seres queridos y amigos que creen haber sido menospreciados. Sí, la recriminación del mundo se vuelve muy real si estamos siguiendo a Cristo de cerca. Ningún hombre puede permanecer en buenos términos con el mundo y seguir a Cristo.

Otro joven vino y se presentó a Cristo y cayó a Sus pies y le adoró, y dijo: “Maestro, ¿qué bien haré?” y el Señor le presentó la cruz. “Vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres—y ven y sígueme”. Y el joven se fue triste. Y Cristo continúa diciéndonos a ti y a mí esta mañana: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de Mí, no puede ser Mi discípulo”. La cruz representa la recriminación y el odio del mundo. Pero, así como la cruz fue voluntaria para Cristo, también lo es para Su discípulo. Puede ser evitada o aceptada, ignorada o “tomada”.

En segundo lugar, la cruz representa una vida que está rendida voluntariamente a la voluntad de Dios. Desde la perspectiva del mundo la muerte fue un sacrificio voluntario. Vamos por un momento a Juan 10, comenzando en el verso 17: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que Yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar”. ¿Por qué puso Su vida así? Miren la frase final del verso 18: “Este mandamiento recibí de mi Padre”. La cruz fue la última demanda de Dios en cuanto a la obediencia de Su Hijo. Por eso leemos en Filipenses 2 que Él “siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte” (ese fue el clímax, ese fue el fin del camino de obediencia)—“y muerte de cruz”.

Cristo nos ha dejado un ejemplo para que sigamos Sus pisadas. La obediencia de Cristo debería ser la obediencia del cristiano —voluntaria, no forzada— voluntaria, continua, fiel, sin reservas, hasta la muerte. La cruz entonces representa obediencia, consagración, entrega, una vida puesta a disposición de Dios. “Si alguno quiere venir en pos de mí tome su cruz y sígame” y “el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo”. En otras palabras, queridos amigos, la cruz representa el principio del discipulado, nuestra vida siendo impulsada por el mismo principio que la de Cristo. Él vino aquí y no se complació a Sí mismo: yo no debo hacerlo más. Él se humilló a Sí mismo: también yo debo hacerlo. Él andaba haciendo el bien: también yo debería hacerlo. Él no vino para ser servido sino para servir: también deberíamos hacerlo nosotros. Él se hizo obediente hasta la muerte, y muerte en la cruz. Eso es lo que la cruz representa: primero, la recriminación del mundo—porque somos sus antagonistas, hemos provocado su ira al separarnos de este, y estamos caminando en un plano distinto, y somos impulsados por principios diferentes de aquellos por los cuales el mundo anda. Segundo, una vida sacrificada a Dios—entregada en devoción a Él.

En tercer lugar, la cruz representa el sacrificio y sufrimiento vicarios. Vamos a la primera epístola de Juan, capítulo 3, verso 16: “En esto hemos conocido el amor, en que Él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas”. Esa es la lógica del Calvario. Somos llamados al compañerismo con Cristo, a vivir nuestras vidas por los mismos principios que guiaron la Suya—obediencia a Dios, sacrificio por otros. Él murió para que nosotros podamos vivir y, amigos míos, nosotros tenemos que morir para poder vivir. Observen el verso 25 de Mateo 16: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá”—es decir todo cristiano, ya que Cristo estaba hablando a Sus discípulos. Todo cristiano que haya vivido una vida centrada en sí mismo, considerando sus propias comodidades, su propia tranquilidad mental, su propio bienestar, sus propias ventajas y beneficios, perderá esa “vida” para siempre—habrá sido un desperdicio en lo que respecta a la eternidad; leña, heno y hierba que subirán en forma de humo. Pero “todo el que pierda su vida por causa Mía”, es decir, todo el que no ha vivido su vida considerando su propio bienestar, sus propios intereses, su propia ganancia, su propio avance, sino que ha sacrificado esa vida, la ha entregado en servicio a otros por amor de Cristo; ese hallará —¿“hallar” qué?— la hallará, no hallará otra cosa sino que hallará la vida. Esa vida ha sido inmortalizada, perpetuada, ha sido construida con materiales imperecederos que van a sobrevivir al fuego probatorio en el día que está por venir. Ese “la” hallará. ¡Él murió para que podamos vivir, y nosotros tenemos que morir si vamos a vivir! “Todo el que pierda su vida por causa de Mí, la hallará”.

De nuevo, en el capítulo 20 de Juan, Cristo dijo a Sus discípulos: “Como me envió el Padre, así también Yo os envío”. ¿Para qué fue enviado Cristo aquí? Para glorificar al Padre; expresar el amor de Dios; manifestar la gracia de Dios; llorar sobre Jerusalén; tener compasión de los ignorantes y aquellos que están fuera del camino; trabajar tan asiduamente que no tenía tiempo libre como para comer; vivir una vida de tal sacrificio propio que incluso los Suyos decían: “Está fuera de Sí”. Y, “como me envió el Padre, así también”, dice Cristo, “Yo os envío”. En otras palabras, Yo los envío de vuelta al mundo del cual los salvé. Los envío de vuelta al mundo para que vivan con la cruz estampada sobre ustedes. Ay, hermanos y hermanas, ¡cuán poca “sangre” hay en nuestras vidas! Cuán poco llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús (2 Corintios 4:10).

¿Hemos comenzado a “tomar la cruz” en alguna medida? ¿Es de extrañar que estemos siguiendo a Jesús de manera tan distante? ¿Es de extrañar que tengamos tan poca victoria sobre el poder del pecado en nuestro interior? Hay una razón para ello. En cuanto a la mediación de la Cruz de Cristo esta no requiere apoyo, pero en cuanto a la experiencia, la cruz ha de ser compartida por todos Sus discípulos. Legalmente la cruz del Calvario anuló y alejó nuestra culpa, la culpa de nuestros pecados; pero, amigos míos, estoy perfectamente convencido de que la única forma de ser librados del poder del pecado en nuestras vidas y obtener dominio sobre el viejo hombre en nuestro interior es si la cruz se vuelve una parte de la experiencia de nuestras almas. Fue en la cruz donde el pecado se resolvió legal y judicialmente; solo a medida que el discípulo “toma” la cruz esta se convierte en una experiencia—destruyendo el poder y la contaminación del pecado en nuestro interior. Y Cristo dice: “¡el que no lleva su cruz, no puede ser Mi discípulo!”. Oh cuánta necesidad tiene cada cristiano aquí está mañana de estar a solas con el Maestro y consagrarse a Su servicio.

 

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